
Angelus suspensus. Essays über die Geduld der Engel (2)
La tinta corre, imparable – es el tiempo mismo. Se despliega como una línea que atraviesa el mundo, un trazo constante de la pluma que atrapa el futuro en palabras y números. En su estela, lo visible y lo oculto se entrelazan, convirtiéndose en recuerdo. De ahí y hacia ahí, un momento respira, iluminado por una luz frágil en el azul profundo del crepúsculo. Pero lo que nos espera se nos escapa, se desvanece en silencio entre los árboles, donde la luz apenas roza la tierra. Solo cuando ya se ha ido, lo vemos, de espaldas a nosotros en la figura de un ángel, profundamente inmerso en las sombras del bosque: una mujer etérea, con la espalda hacia nosotros, la cabeza ligeramente inclinada sobre su hombro izquierdo, su oído atento a nuestra presencia. El rostro vacío no nos mira. Escucha, tratando de captar lo que se despliega en la inmensidad detrás nuestro. Tal vez no sea la mujer angélica en sí, sino ese acto de escuchar lo que la envuelve a ella y a nosotros – una escucha interminable, que nos arrastra hacia la quietud del bosque.
Hilos invisibles se extienden por el denso matorral. Un ala, extraña y plana, se eleva, movida por algo inabordable, colocada sobre aguas negras que reflejan como un espejo. Un curioso anillo de tiempo incrustado en su tronco, quizás un ala, quizás un apóstrofe – o ambos, un símbolo que acompaña el cambio de palabras, como el susurro de las hojas sigue al viento. ¿Qué es lo que el apóstrofe contiene? ¿Qué ausencia marca? ¿El antiguo origen, perdido en el bosque, o el nuevo, listo para saltar hacia lo desconocido?
Como el ángel de la historia de Walter Benjamin, el apóstrofe se retuerce y gira en el acto de escribir, con la espalda hacia el futuro. Nos obliga a enfrentar el toque de lo invisible y lo no hecho, iluminando en su ausencia un claro, un mundo más allá del bosque donde el aliento ya no llega. El apóstrofe se convierte en su apertura, su desgarrón, su corte, su profundidad, su pliegue, su abismo – y también en su costura, su borde, su orilla, envolviendo a su portadora en un manto silencioso de lenguaje. La mujer angélica se despliega en él, como una trenza infinita. ¿Qué hay más allá, en el borde de los campos o aún más lejos? Allí, en el borde del bosque, a lo largo del límite del mundo, el exceso estalla, brillando tenuemente sobre el suelo cubierto de musgo. ¿Ve realmente la apostrofada lo que contempla? ¿Está a punto de girar su rostro hacia nosotros o de apartarlo? En el sotobosque, la verdad sigue siendo su secreto.
¿Y es nuestro secreto que nos hemos convertido en un misterio, en un drama, en un espectáculo para los ángeles (1 Corintios 4:9)? Amados por el viento – entretejidos – desnudados, permanecemos en la incertidumbre, mirando hacia la reserva escatológica del texto, su paciencia soportando el peso de lo indecible. El apóstrofe nos marca en el texto, dibuja un contorno y comienza el delicado corte hacia lo que no se puede decir.
Thomas Sojer
Robert Krokowski